Foncebadón

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miércoles, 30 de septiembre de 2015

En el desierto no hay atascos

BIOGRAFIA:
Moussa Ag Assarid es el mayor de trece hermanos de una familia nómada de tuaregs. Nació al norte de Mali hacia 1975 y en 1999 se trasladó a Francia para estudiar. Es autor de “En el desierto no hay atascos“, donde describe su fascinación y perplejidad ante el mundo occidental.Tenéis de todo, pero no os basta. Os quejáis. Aquí tenéis reloj, allí tenemos tiempo.En el desierto no hay atascos, ¿y sabe por qué? ¡Porque allí nadie quiere adelantar a nadie! No sé mi edad: nací en el desierto del Sahara, sin papeles…!Nací en un campamento nómada tuareg entre Tombuctú y Gao, al norte de Mali. He sido pastor de los camellos, cabras, corderos y vacas de mi padre. Hoy estudio Gestión en la Universidad Montpellier. Estoy soltero. Defiendo a los pastores tuareg. Soy musulmán, sin fanatismo.


RESEÑA:
Moussa Ag Assarid lleva el viajar en la sangre. Nacido en el norte de Mali hacia 1975, hijo de padres nómadas y primogénito de una familia de trece hijos. Con 23 años, el joven tuareg llega a Francia y cambia los dromedarios de su infancia por el TGV y el metro. Siempre en movimiento e interesado en conocer a los demás, Moussa describe en esta obra su fascinación y perplejidad ante el mundo occidental que va descubriendo: su naturaleza, sus habitantes, sus costumbres y todo aquello que no percibimos porque nos hemos acostumbrado a verlo. Las anécdotas y comentarios que cuenta, como la cama del hotel, tan grande que podrían dormir en ella todos los niños de su jaima, el milagro del agua que sale de los grifos, la magia de las escaleras mecánicas y las puertas automáticas... son a un tiempo divertidos y enternecedores, y además muy lúcidos, sin ocultar a veces la decepción por cosas como la falta de tiempo y de calor humano. Su texto, siempre impregnado por su cultura y por su arte de vivir nómada, constituye para los occidentales una ocasión de sonreír pensando en nosotros mismos.

Pequeño retazo:

Cuando tenía diecinueve años marché a Ansongo a fin de obtener mi graduado escolar. Un amigo de mi padre que tenía cuatro esposas y unos treinta hijos me dio alojamiento. Para merecerlo tenía que trabajar para la familia en condiciones difíciles, ya que los hijos de ese hombre me maltrataban. Yo era el chivo expiatorio, el extranjero. No me llamaban a comer más que cuando no quedaba casi nada. Adelgacé. Sin embargo, todas las mañanas pasaba ante la casa de una señora para entrar en una gruta, un refugio, en el que trabajaba entre seis y ocho horas; esta señora me regalaba galletas y un vaso de caldo. Un día, dejé de pasar por delante de su casa porque me daba vergüenza y tomé otro camino. Se enteró de mi nuevo trayecto y me dijo que quería protegerme como una madre. Miré al cielo y di las gracias a la mía.
Pasé ocho meses en Ansongo, el tiempo justo para obtener mi diploma. Inmediatamente después me fui haciendo autoestop a Bamako, donde permanecí hasta concluir el bachillerato. En un principio viví en casa de un primo que era muy exigente en el trabajo: lavar coches, ocuparme de los niños y buscar comida para el ganado. Me quedaba el tiempo justo para acudir a la escuela. Cada día se me hacía un poco más difícil trabajar solo, hasta que, por fin, resolví que era preferible pasar hambre y recobrar mi independencia. Así pues, me instalé en un estudio. Contaba con una exigua beca y ganaba un poco más haciendo de memorialista y vendiendo agua fresca y billetes para la tómbola de una fundación humanitaria. Tras tres años en Bamako, me suspendieron en el examen de bachillerato. Decepcionado, volví al desierto y creé en Taboye una asociación para fundar una pequeña escuela. Volví, seis meses más tarde, a Bamako con el fin de buscar fondos para mi escuela mientras decidía no darme por vencido. Volví a presentarme al examen de bachillerato, convencido de que la primera vez me habían rechazado por ser tuareg y activista de una asociación rebelde de alumnos y estudiantes de Mali. Tras trabajar sin tregua, cuando ya tenía veintitrés años, obtuve por fin mi diploma.
Fascinado siempre por Saint-Exupéry, alimentaba, ansioso por conocer al gran escritor, el sueño de ir a Francia. Deseaba decirle que su Principito tenía un hermano...
Para mí, Occidente representaba la base del saber. Descubrir bibliotecas, leer, aprender. La mayoría de los libros que tuve entre mis manos estaban editados en París. París era el centro de toda una vida intelectual. Hugo, Baudelaire, La Fontaine: ¡París! En aquella época creía que las personas que cambiaban el mundo, que hablaban, se encontraban en Francia, razón por la que debía dirigirme hacia ese país para llevar a cabo mi ideal humano y, además, mi sueño. Estaba convencido de que, si encontraba la forma de adaptarme, lograría brillar. Los medios de comunicación aumentaban mi fascinación. Lo sentía como una llamada.
  En el desierto, mi voz era escuchada por los míos, se me respetaba. En cambio, en este nuevo mundo al que aspiraba, no contaba como persona. Sólo era un desconocido que tendría que construir todo para hacerse un sitio. Sabía, sin embargo, que siempre contaría con la educación que me había proporcionado mi abuelo, quien, a menudo, me decía:
En este mundo, todos los hombres tienen algo en común: la palabra. Para comprenderlos y conocerlos, hay que escucharlos. Te adoptarán. Conserva ese tesoro y vete adonde quieras en la tierra sin olvidar nunca de dónde vienes.

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