Ananda Coomaraswamy
Sva-bhāva, sva-rājya, sva-dharma.
Publicado en The Dance of Śiva, fourteen Indian Essays by Ananda Coomaraswamy, 1918.
Traducido por Carlos Lorenzana Fernández.
El objeto del gobierno es hacer que los gobernados se comporten como quieren los gobernantes. Esto es cierto tanto del “buen” gobierno como del “malo”, y cierto también tanto del gobierno de un conquistador como de una monarquía hereditaria o un gobierno de representación de la mayoría.
El rechazo de la tiranía debe implicar en última instancia un rechazo del gobierno de la mayoría. Consideremos una comunidad de cinco. Es imposible negar que el gobierno de tres, en tanto en cuanto afecta a los otros dos, es una limitación tan arbitraria como el gobierno de uno que afecte a los otros cuatro. Corre el riesgo de ser menos inteligente. En cualquier caso, no obstante, el gobierno de tres se convierte, sobre la base de los votos, en un gobierno de dos: y un gobierno de la mayoría significará el gobierno de dos sobre tres.
Si consideramos, sin embargo, que cada uno de los cinco es único, y que “una misma ley para el león y el buey es opresión”, no puede haber una solución completamente justa fuera de la autonomía de cada uno. Esto, que se admite ampliamente como verdadero para las naciones, no es menos verdadero para los individuos.
Es posible llegar de dos maneras a una autonomía individual desde una tiranía existente. En primer lugar, cuatro de los cinco se pueden rebelar contra el gobierno arbitrario del otro, estableciendo el gobierno de la mayoría en su lugar. Los dos restantes pueden entonces afirmar su “derecho” a la autodeterminación con respecto a la mayoría. Al final, cada uno de los cinco devendrá autónomo: cada uno, por decirlo así, sentado armado en su propia casa, preparado para repeler al intruso. Esto se puede describir como una desintegración autorizada por la asumida diversidad de intereses que una filosofía pluralista debe afirmar.
No obstante, desde el momento en que cada uno aún desea gobernar (pensar que uno tiene el “deber” de gobernar es la misma cosa con otras palabras) y que nada impide el ejercicio de los poderes de gobierno excepto el temor a la resistencia, el deseo se trasladará a la acción en cuanto la oportunidad lo permita: y uno, o un grupo de dos, tres o cuatro de los cinco debe ser contemplado como simplemente esperando (consciente o inconscientemente) que llegue el momento favorable.
Mientras tanto, la cooperación para alcanzar fines comunes queda excluida por suspicacias mutuas; cada uno de los cinco tendrá que llevar a cabo todas las funciones necesarias para la existencia de un individuo y sólo una fracción de la actividad de cada uno será vocacional. Esta es la consecuencia inevitable de la resistencia y de esa clase de deseo de formar parte del gobierno que encuentra su expresión en la petición de votos.
La anarquía abordada por la autoafirmación, no importa cómo se justifique, es, por tanto, la anarquía del caos: la resistencia, aunque sea inevitable, solamente puede crear por sí misma un equilibrio inestable, el cual debe tender a reconstituir el statu quo ante.
El segundo acercamiento a la autonomía individual es a través de la renuncia- un rechazo de la voluntad de gobernar. Como hablamos en términos temporales, debemos concebir esta idea como originándose en uno de los cinco y extendiéndose hacia los otros. Permítasenos, sin embargo, ignorar el periodo de transición y suponer que la idea de gobierno ha llegado a ser, para cada uno de los cinco, más agobiante incluso que la idea de ser gobernado.
En esta situación, nada impide un reconocimiento de intereses comunes, o una cooperación para realizarlos (la cooperación no es gobierno). Será esta una integración fundamentada en la asumida identidad de todos los intereses que una filosofía monista debe afirmar. Ninguno de los cinco esperará recibir algo de ninguno de los otros a cambio de nada: pero el principio de ayuda mutua o cooperación permitirá que cada uno cumpla con su propia función. La actividad será vocacional, es decir, voluntariosa.
La anarquía abordada por la renuncia es, así, una anarquía de la espontaneidad: sólo una renuncia de la voluntad de gobernar podría crear un equilibrio estable. Todo el que crea en la autodeterminación de grupos nacionales es, en ese sentido, un anarquista. Y aunque debamos reconocer que nunca se podrá lograr un estado de completa libertad, porque no se puede erradicar totalmente la voluntad de gobernar, sin embargo se puede demostrar que la actividad que se basa en principios anárquicos puede ser y a menudo es mucho más efectiva desde el punto de vista práctico e inmediato que una actividad de control. Contrastemos, por ejemplo, el resultado de otorgar un amplio margen de autonomía a los Boers con las consecuencias de negarlo en Irlanda.
“El ideal último de un estado futuro,” dice Dmitri Merezhkovski, “solamente puede consistir en la creación de nuevas formas religiosas de pensamiento y obras; una síntesis religiosa nueva entre el individuo y la sociedad, compuesta de amor incesante y de libertad inagotable.” Lejos de mí afirmar que una perfección tal pueda realizarse. Pero aquél que no sabe hacia dónde navega no conoce qué viento es bueno o malo para él. Puede que no sea insensato dirigir nuestro rumbo hacia el refugio deseado. Todo esto es posible, al menos, para cada individuo: y solamente es individualista de verdad el que no desea gobernar a nadie excepto a sí mismo.
La “voluntad de gobernar” no debe confundirse con la “voluntad de poder”. La voluntad de gobernar es la voluntad de gobernar a otros: la voluntad de poder es la voluntad de gobernarse uno a sí mismo.
Aquellos que quieran ser libres deberían poseer la voluntad de poder sin la voluntad de gobernar. Si tales como estos son elegidos para aconsejar al poder ejecutivo, del que no podemos prescindir por completo, ello debería conducir al mayor grado de libertad y justicia posible en la práctica.
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